martes, febrero 27, 2007 

Entrevista a Pinochet sobre el golpe

Pinochet ofrece a un periodista extranjero su versión sobre los sucesos ocurridos el 11 de septiembre:


jueves, febrero 01, 2007 

El desafío neoliberal

Mario Vargas Llosa explica en uno de los ensayos más polémicos de su El fin del tercermundismo en Améica Latina (1992) las razones por las cuáles cree urgente llevar a latinoamérica por un sendero contrario al de Fidel Castro y Chávez. Uno de los módelos que sirve de inspiración a esta propuesta que quedó trunca, es el Chile de Pinochet (y la Concertación).

El tema es este. El liberalismo es una corriente de pensamiento que toma forma y cuerpo en el mundo desarrollado. Allí se despliega con gracia, bendecido por el éxito histórico, transformado en el marco que preside el comportamiento individual, tanto como el colectivo. Pero ¿qué puede significar este concepto cuándo hay que verlo encarnado en el terreno inhóspito del tercer mundo? ¿puede prender en estos barrios una auténtica revolución neo-liberal?

Leamos y discutamos:



I

De México a Ecuador la palabrota pendejo quiere decir tonto. Misteriosamente, al cruzar la frontera peruana se vuelve su opuesto. En el Perú el pendejo es el viva, el inescrupuloso audaz. En Colombia, en Venezuela, al cacaseno de provincias recién llegado a la capital, al que le venden el metro o el palacio de gobierno, llaman lo que en el Perú al ministro manolarga que se llena los bolsillos robando y no le ocurre nada. En Centroamérica, una pendejada es una despreciable estupidez en el Perú, una deshonestidad que tiene éxito.

La forma en que esa palabreja, originalmente empleada para designar el secreto velillo del pubis, se antropomorfizó y pasó a designar al bípedo completo no es algo que me quite el sueño. Pero sí me intriga sobre manera-no: me llena de pavor-esa misteriosa razón por la que en mi país los tontos de otras partes resultan los vivos y los vivos foráneos, los tontos. Pues la contrapartida de aquella metamorfosis es la que experimenta la palabra cojudo, apócope o reducción de cojonudo, que en tantas partes de España e Hispanoamérica sirve para designar-con grosería-a la persona o cosa formidable y excelente y, en el Perú, en cambio, al imbécil. Esas mudanzas semánticas no son gratuitas, desde luego. Detrás y debajo de ellas, provocándolas y apuntalándolas, hay una idiosincrasia y una moral, y, para decirlo con pedantería, una Weltanschauung. Podemos hablar de inversión de valores, craso maquiavelismo o de un pervertido que asfixia toda consideración, principio altruista o solidario y promueve en la vida social un darwinismo nietzscheano: el culto al superhombre que sabe salirse con la suya aplastando a los demás y el desprecio al bueno o ingenuo que, por respetuoso de la norma, está condenado a fracasar en lo que emprende.

Entre 1945 y 1948 gobernó el Perú un destacado jurista: el doctor José Luis Bustamante y Rivero. Escribía él mismo sus discursos en un castellano castizo y elegante, era de una honradez escrupulosa y tenía la manía del respeto a la Constitución y a las leyes, a las que citaba, vez que abría la boca, para explicar lo que hacía o se debía hacer. La oposición lo bautizó: el cojurídico. Es decir, un idiota que cree que las leyes tienen importancia, que se han hecho para ser cumplidas. El infame apodo prendió rápidamente en el pueblo.

Durante la campaña electoral para la presidencia, en 1990, una agencia especializada en encuestas de opinión, me permitió asistir (del otro lade de un falso espejo) a una sesión en la que una señora diestra en estos menesteres auscultaba la opinión de quince ciudadanos limeños sobre un candidato al que, en esos mismos momentos, se acusaba de tráficos con propiedades inmuebles. Sin una sola excepción, todos afirmaron que votarían por él. Y uno de ellos sintetizó el por qué con una frase exultante de admiración: "¡Es un gran pendejo, pues!".

Desde entonces he sentido la tentación de escribir, con el título de Diálogo del pendejo y el cojudo, una suerte de apólogo, a la manera de ésos que escribían los filósofos del siglo de las luces, sosteniendo que las miserias de mi país no cesarán, y más bien seguirán aumentando, hasta que los peruanos recompongamos nuestra tabla de valores semánticos y dejemos de llamar vino al pan y pan al vino. O, dicho sin alegorías, degrademos al último lugar de la escala de tipos humanos a ese admirado pendejo que hoy la preside y ascendamos de un solo envión, al primer lugar, al ridiculizatlo cajudo. Porque no son los pícaros audaces y simpatiquísimos que actúan como si estuvieran más allá del bien y del mal los que labran la grandeza de las naciones, sino esos aburridos personajes que conocen sus límites, diferencian lo que se debe y puede hacer de lo que no y son tan poco imaginativos que viven siempre dentro de la ley.

Lo que ocurre con las palabras, pasa también con las instituciones y, eso, no sólo en el Perú: es, por desgracia, un mal latinoamericano. En nuestros países, las ideas, las creencias, los sistemas que importamos a menudo experimentan mágicas sustituciones de sentido y de médula, aunque su apariencia prosiga incólume. Se siguen llamando lo mismo pero, en realidad, se han vuelto antípodas de lo que dicen ser. El fenómeno es tan extendido y de consecuencias tan nefastas para la vida política, económica y cultural de América Latina, que sin exageración puede decirse que nuestro fracaso como naciones-nuestra pobreza y atraso en relación con América del Norte, Europa y, ahora, con buen número de países del Asia-se debe a esa terrible propensión nuestra a desnaturalizar lo que decimos y hacemos, empleando mal las palabras, corrompiendo las ideas y suplantando los contenidos de aquellas instituciones que regulan nuestra vida social, unas veces de manera sutil y otras abrupta y soez.

Nos emancipamos de España para ser libres pero nuestra ineptitud para gobernarnos con algo de sentido común-para "aprender del error" según la fórmula de sir Karl Popper-y hacer las cosas de manera razonable, nos empobreció tanto que nuestra adquirida libertad se volvió caricatura, una forma más sutil de servidumbre que nuestra antigua condición colonial. La libertad con pobreza (o, peor, con miseria) es tal vez posible en el caso de ciertos individuos fuera de lo común, personalidades ejemplares a quienes el desasimiento de lo material, la vida ascética, da una gran fortaleza espiritual; pero, en el caso de una nación, la soberanía es un mito, una fórmula retórica desmentida brutalmente cada vez que sus intereses entran en colisión con los de las naciones poderosas. Como, luego de alcanzar la independencia, fuimos incapaces de darnos gobiernos estables y democráticos, y nos dividimos y desangramos en luchas de facciones, nos quedamos pobres, y eso nos hizo vulnerables, víctimas de invasiones, ocupaciones y despojos por eso perdimos muchas veces en la práctica esa libertad de la que se jactaban nuestros gobernantes y nuestras constituciones. Aunque no nos guste que así sea-y a mí no me gusta, desde luego-, lo cierto es que un país pobre y atrasado es falazmente libre. Pues en términos nacionales una cierta prosperidad y poderío son requisito indispensable de la libertad.

En tanto que nuestro vecino del norte, luego de su independencia, se dio una Constitución-sencilla y breve-que hasta ahora le sirve para organizar el funcionamiento democrático de esa vasta sociedad que son los Estados Unidos, la proliferación de cartas magnas, leyes fundamentales o constituciones en los países latinoamericanos sólo puede parangonarse con la hinchazón palabrera de esos mismos textos, cada uno de los cuales, por lo general, aventaja y enaniza al precedente en el número de capiitulos y disposiciones. El pecado mortal de todos ellos es que nunca tuvieron mucho que ver con la realidad que los produjo; eran ficciones que no decían su nombre, así como muchas obras latinoamericanas del periodo indigenista y costumbrista que se llamaban novelas eran, en verdad, documentales sociológicos, compilaciones étnicas, arengas políticas o catastros geográficos sin mayor parentesco con la literatura.

Enfrascarse en esas constituciones que, en la historia de Hispanoamérica, se suceden como las bengalas de un fuego de artificio, es pasear por la irrealidad, entrar en contacto con un curioso híbrido: lo imaginario-forense, lo poético­legal. Su abundosa logomaquia prescribe-describe-repúblicas ejemplares, poderes independientes que se fiscalizan uno al otro, voluntades ciudadanas que se manifiestan a través del voto, comicios pulquérrimos, libertades garantizadas, tribunales probos y asequibles a todo el que sienta sus derechos vulnerados, propiedad privada inalienable, fuerzas armadas sometidas al poder civil, educación universal y gratuita, etcétera. Por lo común, nada de lo que aquellas cartas fundamentales disponían llegó a encarnarse en esos países reales que, a lo largo del siglo XIX y buena parte del XX, vivieron convulsionados por guerras civiles, motines, golpes de Estado, elecciones amañadas, el caciquismo y la dictadura militar.

De manera poco menos que axiomática, fueron los tiranos más sangrientos los que hicieron promulgar las constituciones más civiles y liberales, y los regímenes más discriminatorios los de cartas magnas más igualitaristas. El desprecio por el contenido genuino de las palabras y las ideas, esa olímpica desvergüenza para divorciar lo que se dice de lo que se hace, son constantes latinoamericanas que han practicado por igual conservadores y progresistas. Y ello es evidente, sobre todo, en esas constituciones puntillosas y libérrimas que nunca fueron aplicadas; que no fueron concebidas para ser aplicadas, sino para estar allí, como bellos adornos y coartadas formales de los dueños del poder. Su parecido es grande con esos discursos de los dictadores, de cualquier signo, que, de Somoza a Fidel Castro, han chisporroteado siempre con ruidos que sonaban asi: "justicia" y "libertad".

Esa aptitud para desalmar a las palabras, desasociandolas de los actos y las cosas, desastrosa en la vida social y política, pues de ella resulta la confusión y la anarquía, tiene en cambio muy provechosas consecuencias en la literatura. Esa alquimia irresponsable en el uso del lenguaje se convierte, por ejemplo, en manos de un poeta como Vallejo, a la hora de Trilce, en suprema libertad, en audaz rebeldía contra el acartonamiento de las imágenes y las rutinas verbales de su tiempo, y, en el Neruda de Residencia en la tierra, en una profunda exploración de la subjetividad y el instinto, en una representación alucinante del deseo humano, dominio donde la incoherencia y los contrasentidos son legítimos. Y en un Nicanor Parra, que ha hecho del disparate semántico y gramatical una forma de genialidad artística, en un refinado método de creación poética. Un artista puede permitirse todas las suplantaciones que se le antojen a la hora de crear: ellas quedarán justificadas o invalidadas por el grado de consistencia y originalidad que alcance lo que crea. (El poeta simbolista peruano Jose María Eguren encontraba que la palabra "nariz" era horrible y la reemplazaba en sus poemas con "nez". Escribía también barbaridades como "tristura" 0 "celestía" que, fuera de sus poemas, hacen chirriar los dientes; dentro de ellos, en cambio, suenan bien).

Pero en el discurso político la falta de propiedad es un signo inequívoco de incivilización. El "babelismo" que practicamos al elaborar nuestros idearios, explicar nuestras convicciones, intenciones y metas cívicas, dictar las leyes, justificar nuestras conductas y definir nuestras instituciones, hace que nuestra vida político y social-por lo menos la oficial-tenga mucho que ver con la ilusión y poco con la realidad. Esta cesura es peligrosísima, por dos razones. La primera, porque en una sociedad democrática, toda acción de reforma económica o institucional requiere apoyo popular, y este apoyo, para ser sólido y bien fundado, exige una comprensión cabal de aquello que está en juego, de la naturaleza y sentido de lo que se va a reformar y de la manera en que la reforma va a ser hecha. Si las palabras no expresan nítidamente lo que deben expresar, si no se funden y desaparecen hasta ser una misma realidad con la cosa o el acto que nombran o califican, si se las usa de manera ambigua o, peor aún, mentirosa, para pasar de contrabando algo diferente a lo que son y representan, un principio básico de la cultura democrática queda vulnerado: el famoso "contrato social" se vuelve "estafa social". Y cuando el pueblo descubre que se le ha dado gato por liebre, que-engañado por el espejismo de las palabras-apoyó algo opuesto a lo que se le dijo que apoyaba-o rechazó algo distinto a lo que creyó que rechazaba-simplemente retira aquel respaldo y lo moda en rechazo frontal. Y en democracia no hay política que tenga éxito con la hostilidad activa de la población.

La segunda razón es que ella evalúa el lenguaje político hasta restarle total credibilidad a la política misma y, por supuesto, a los políticos. Aquella aparece, más y más, como una representación teatral en la que lo que se dice y hace es una suerte de coreografía desconectada de la verdad y de la experiencia-los problemas que se viven, los sufrimientos que se padecen, las necesidades que claman por una solución-, en la que unos personajes más o menos locuaces e insinceros se ejercitan en el arte de embaucar a las gentes, diciendo cosas que no hacen y haciendo cosas que no dicen.

Que aquello ocurra con las dictaduras no tiene nada de sorprendente. El arte de mentir les es constitutivo, sobre todo en América Latina, donde, con la excepción tal vez de las dictaduras de Castro y de Pinochet -inspiradas en una concepción ideológica no democrática reivindicada como fuente de legitimidad-, todos los tiranuelos y dictadorzuelos que hemos padecido, no basaban su poder en creencia, filosofía o idea alguna, sólo en el apetito crudo de llegar al poder y perpetuarse en él para aprovecharlo hasta el hartazgo. Es natural que en las bocas de estos hombres fuertes-generalísimos, padres de la patria, benefactores, caudillos, etcétera-y en el de los letrados, polígrafos, leguleyos y rábulas a su servicio, el vocabulario político se prostituyera sin remedio y palabras como "legalidad", "libertad", "democracia", "derecho", "orden", "equidad", "igualdad", adoptaran, desde la perspectiva del hombre común, las mismas jibes, bubas, excrecencias monstruosas y grotescas que adoptan las caras y cuerpos de las personas en esas casetas de espejos deformantes de los parques de atracciones.

Pero lo grave es que en nuestros periodos democráticos, cuando la vida política de nuestras naciones transcurría bajo gobiernos nacidos de elecciones, ocurría también a menudo la misma desnaturalización del discurso por obra de los políticos (entendida esta expresión en su sentido más ancho: los que hacen política y los que hablan y escriben sobre alla). Esta es una poderosa tradición que gravita con mucha fuerza sobre nuestras sociedades y, por eso, no es fácil sacudirse de alla. Pero si no hacemos un esfuerzo titánico para conseguirlo y purgamos nuestro lenguaje de las infinitas impurezas, equívocos, paralogismos, contradicciones, mitos y trampas que lo tienen estragado, y no le devolvemos la propiedad semántica que nos permita entendernos sobre lo que queremos y hacemos, y averiguar lo que realmente nos acerca o nos distancia, corremos el riesgo ahora que tantas cosas parecen haber cambiado para bien en América Latina-han caído las dictaduras militares y, con excepción de Cuba, todos nuestros gobiernos son civiles y representativos y, lo más importante, hay un consenso en nuestros pueblos en favor del sistema democrático-, de fracasar una vez más y de que el ideal de ser países modernos quede remitido de nuevo a las calendas griegas.



II

La palabra de moda en América Latina es, hoy día, liberal. Se la oye por todas partes, aplicada a los políticos y a las políticas más disimiles. Pasa con ella lo que, en los sesenta y setenta, con las palabras socialista y social, a las que todos los políticos y los intelectuales se arrimaban a como diera lugar, pues, lejos de ellas, se sentían condenados a la orfandad popular y a la condición de dinosaurios ideológicos. El resultado de aquello fue, naturalmente, que como todos, o casi todos, eran socialistas o, por lo menos, sociales-social demócratas, social cristianos, social progresistas-, aquellas palabras se cargaron de imprecisión conceptual. Representaban tal mescolanza de ideas, actitudes, propuestas y conductas -muchas veces antagónicas-que al final dejaron de tener una significación intelectual precisa y se volvieron estereotipos emocionales que adornaban las solapas oportunistas de gentes y partidos empeñados en "no perder el tren de la historia" (según la metáfora ferrocarrilera de Trotski).

Hoy se llama liberal a la política de Collor de Mello, que puso a la economía brasileña más trabas que púas tiene un puercoespín, y a la de Salinas de Gortari, que ha destrabado la de México, si, pero preside un régimen seudodemocrático en el que el partido gobernante ha perfeccionado a tal extremo sus técnicas para perpetuarse en el poder que, por lo visto, ya ni siquiera necesita amañar las elecciones para ganarlas. Si creemos a los medios de comunicación, son liberales los gobiernos de Menem en la Argentina y de Paz Zamora en Bolivia, el de Carlos Andrés Pérez en Venezuela y el de Fujimori en Perú, el de Cristiani en El Salvador y el de Violeta Chamorro en Nicaragua, y así sucesivarnente. Todos somos liberates, pues. Lo que equivale a decir: nadie es liberal.

Para algunos liberal y liberalismo, tienen una exclusiva connotación económica y se asocian a la idea del mercado y la competencia. Para otros, es una manera educada de decir conservador, e, incluso, troglodita. Muchos no tienen la menor sospecha de lo que se trata, pero comprenden, eso sí, que son palabras de fogosa actualidad política, que hay por lo tanto que emplear (exactamente como en los cincuenta había que hablar del "compromiso", en los sesenta de "alienación", en los setenta de "estructura" y en los ochenta de "perestroika").

Por lo demás, no sólo en América Latina tiene la palabra liberal sentidos múltiples. El confusionismo que ella provoca es, también, monumental en inglés. En Estados Unidos si se dice de alguien que es un liberal no se piensa en Adam Smith o en John Stuart Mill sino en Noam Chomsky, es decir, en un progresista e, incluso, en un socialista que cree en políticas redistribucionistas, en una cierta "planificación" de la economía por parte del Estado para corregir las excesivas desigualdades y que, como los marxistas, desprecia la "democracia formal".

Pero, al mismo tiempo, se llaman liberales, en la acepción clásica del término, pensadores como el filósofo Robert Nozick, el economista Milton Friedman y el propio Friedrich Hayek, a quienes, desde cierta perspectiva, convendría perfectamente el apelativo de conservadores (Hayek ha escrito, a este respecto, un iluminador ensayo sobre lo que acerca y separa a ambos términos: "Why I am not a conservative"). En inglés, pues, si uno quiere ser entendido cada vez que emplea los vocablos liberal y liberalismo conviene que los acompañe de un predicado especificando en qué sentido los usa, qué pretende decir al decirlos.

En América Latina ello es aún más necesario si queremos salir al fin del embrollo político­lingüístico en el que hemos vivido sumergidos gran parte de nuestra vida independiente. Y conviene que lo intentemos porque es cierto-aunque ello suene a una de esas frases hechas de que está trufada la vida política-que América Latina vive un momento crucial, en el que se abre ante ella, una vez más la posibilidad de enmendar el rumbo torcido que ha sido el suyo, y convertirse en un continente de países que prosperan porque han hecho suya la cultura de la libertad. Esto es ahora menus imposible que hace unos años, porque la democracia política-el rechazo a las dictaduras militares y al utopismo revolucionario-ha echado raíces en amplios sectores sociales, que ven en los regímenes civiles, la libertad de prensa y las elecciones, la mejor defensa contra los abusos a los derechos humanos-la censura, las desapariciones, el revolucionario o el de Estado, la simple prepotencia de quienes mandan-y la mejor esperanza de bienestar. Pero la democracia política no garantiza la prosperidad, el desarrollo. Por el contrario, en algunos casos, si, como ocurre aún en la mayoría de los países latinoamericanos, coexiste con regímenes de economía semiestatizada, intervenida por toda clase de controles, donde proliferan el rentismo, Las prácticas monopólicas y el nacionalismo económico-esa versión mercantilista del capitalismo que es la única que han conocido nuestros pueblos-ella puede significar más pobreza, discriminación y atraso de los que generalmente trajeron las dictaduras. En mi opinión, y en la de, creo, un número creciente de latinoamericanos, para que, además de la libertad política que ya tenemos, nuestras flamantes democracias nos traigan también justicia y progreso, oportunidades para todos y gran movilidad social, necesitamos una reforma que reconstruya desde sus cimientos nuestras instituciones, nuestras ideas y nuestras costumbres políticas. Una reforma no socialista, ni social demócrata, ni social cristiana, sino liberal. Y la primera condición para que ello sea realidad es tener muy claro qué diferencia o aproxima a ésta de aquellas opciones y a qué actitudes, ideas y políticas específicas nos referimos cuando decimos liberalismo o liberal.



III

Las primeras lecciones de liberalismo yo las recibí cuando era un niño de pantalón corto, de mi abuelita Carmen y mi tía abuela Elvira, con quienes pasé mi infancia, en Cochabamba, Bolivia. Cuando ellas decían de alguien que era un "liberal", o "demasiado liberal", no lo decían como un elogio. Más bien, con un retintin de alarma y admonición. Querían decir con ello que esa persona era demasiado flexible en cuestiones de religión y de moral, alguien que, por ejemplo, encontraba lo más normal del mundo divorciarse y recasarse, no ir a misa los domingos, leer las novelas de Vargas Vila o el Caballero Azul, y hasta declararse librepensador. La suya era una versión no del todo inexacta, pero sí muy restringida, latinoamericana y decimonónica de lo que es un liberal. Porque los liberales del siglo XIX, en América Latina, fueron casi siempre individuos, partidos o movimientos que se enfrentaron a los llamados conservadores en nombre del laicismo. Combatían la religión de Estado y querían restringir el poder político y a veces económico de la Iglesia, en nombre de un abanico heterogéneo de mentores ideológicos -desde Rousseau y Montesquieu hasta los jacobinos de la Revolución Francesa-y enarbolaban las banderas de la libertad de pensamiento y de creencia, de la cultura laica contra el dogmatismo y el "oscurantismo" de la ortodoxia religiosa.

Hoy podemos darnos cuenta de que, en esa batalla de casi un siglo, en muchos países de América Latina, tanto liberales como conservadores quedaron entrampados en un conflicto monotemático, excéntrico a los grandes problemas reales: ser adversarios o defensores de la religión católica. De allí surgió esa imagen con la que, por cierto, muchos de ellos se identificaron. Así contribuyeron decisivamente a desnaturalizar de manera esencial las palabras-las doctrinas y valores implícitos a ellas-con que vestían sus acciones políticas. Porque, en muchos casos, excluido el controvertido tema de la religión que los separaba, conservadores y liberales fueron indiferenciables en todo lo demás, y, principalmente, en sus políticas económicas, la organización del Estado, la naturaleza de las instituciones y la centralización del poder (que ambos fortalecieron de manera sistemática, siempre). Por eso, aunque en esas guerras interminables, en ciertos países ganaron los unos y en otros los otros, el resultado fue más o menos el mismo: un gran fracaso nacional. En Colombia los conservadores derrotaron a los liberales y en Venezuela éstos a aquellos y eso significó que la Iglesia católica ha tenido en este último país menos influencia política y social que en aquél. Pero en todo lo demás, el resultado no produjo mayores beneficios sociales ni económicos ni a uno ni a otro, cuyo atraso y empobrecimiento fueron muy semejantes (hasta la explotación del petróleo en Venezuela, claro está).

Y la razón de ello es que, en materia económica y social, los liberales y conservadores latinoamericanos fueron poco menos que las dos caras de una misma moneda, tenaces practicantes ambos de aquella versión arcaica-la oligárquica y mercantilista-del capitalismo, a la que, precisamente, la gran revolución liberal europea-el pensamiento de Adam Smith, sobre todo-transformó de raíz. Al extremo de que, en muchos países, como el Perú-lo ha mostrado Fernando Iwasaki en su ensayo Nación peruana: entelequia o utopía-fueron los conservadores, y no los liberales, quienes dieron las medidas de mayor apertura y libertad en tanto que en la economía éstos aplicaron más bien el intervencionismo y el estatismo a veces de manera sistemática.

Lo cierto es que el pensamiento liberal estuvo siempre contra el dogma-contra todos los dogmas, incluido el dogmatismo de ciertos liberales-pero no contra la religión católica ni ninguna otra y que, más bien, la gran mayoría de filósotos y pensadores del liberalismo fueron o son creyentes y practicantes de alguna religión. Pero sí se opusieron siempre, en nombre de la libertad, a que, identificada con el Estado, la religión se volviera compulsiva, obligatoria, es decir, que se privara al ciudadano de aquello que para el liberalismo es el más preciado bien: la libre elección. Ella está en la raíz del pensamiento liberal, así como el individualismo, la defensa del individuo singular-de ese espacio autónomo de la persona para decidir sus actos y creencias que se llama soberanía-contra los abusos y vejámenes que pueda sutrir de parte de otros individuos o de parte del Estado, monstruo abstracto al que el liberalismo, premonitoriamente, desde el siglo XVIII señaló como el gran enemigo potencial de la libertad humana al que era imperioso limitar en todas sus instancias para que no se convirtiera en un Moloch devorador de las energías, iniciativas y movimientos de cada ciudadano.

Si la preocupación respecto al dogmatismo religioso ha quedado anticuada desde una perspectiva latinoamericana, en la que un laicismo que no dice su nombre ha avanzado a grandes zancadas desde hace varias décadas-otra cosa es, desde luego, el caso de los países musulmanes donde el integrismo más fanático ha alcanzado un sombrío auge-la crítica del "Estado grande" como fuente de injusticia e ineficiencia de la doctrina liberal tiene, en nuestros países, una vigencia dramática. Unos más otros menos, todos padecen de un gigantismo estatal del que han sido tan responsables nuestros llamados liberales como los conservadores. Todos contribuyeron a hacerlo crecer, extendiendo sus funciones y atribuciones, cada vez que llegaban al gobierno, porque, de ese modo, pagaban y conservaban a sus clientelas, podían distribuir prebendas y privilegios y, en una palabra, acumulaban más poder.

De ese fenómeno han resultado muchas de las trabas mayores para la modernización de América Latina: el reglamentarismo asfixiante, esa cultura del trámite que distrae esfuerzos e inventivas que deberían volcarse más bien en crear y producir; la inflación burocrática que ha convertido a nuestras instituciones estatales en paquidermos ineficientes y a menudo corrompidos; esos vastos sectores públicos expropiados a la sociedad civil y preservados de la competencia, que drenan inmensos recursos a la sociedad, pues sobreviven gracias a cuantiosos subsidios y son el origen del crónico déficit fiscal y su inevitable correlato: la inflación.

El liberalismo está contra todo eso, pero no está contra el Estado y en eso se diferencia del anarquismo, que quisiera acabar con él. Por el contrario: los liberales no sólo pretenden que sobrevivan los Estados sino que ellos sean lo que, precisamente, no son en América Latina: fuertes, capaces de hacer cumplir las leyes y de prestar aquellos servicios, como administrar justicia y preservar el orden público, que les son inherentes. Porque existe una verdad poco menos que axiomática- muy dificil de entender en países de tradición centralista y mercantilista como los nuestros-: que, mientras más grande es, el Estado es más débil, más corrupto y menos eficaz. Es lo que pasa entre nosotros. El Estado se ha arrogado toda clase de responsabilidades y tareas, parte de las cuales estarían mucho mejor en manos particulares, como, por ejemplo, crear riqueza o proveer seguridad social. Para ello ha tenido que establecer monopolios y controles que desalientan la iniciativa creadora del individuo y desplazan el eje de la vida económica y social del productor al funcionario, quien, de este modo se convierte en el gran dispensador de fracasos y éxitos, alguien que, dando autorizaciones y firmando decretos, enriquece, arruina o mantiene estancadas a las empresas. Este sistema enerva todo el sistema de creación de la riqueza, pues lleva al empresario a concentrar sus esfuerzos en obtener prebendas del poder político, a corromperlo o aliarse con él, en vez de servir al consumidor. Pero, además, el mercantilismo tiene como corolario inevitable una progresiva pérdida de legitimidad por parte de ese Estado al que el grueso de la población percibe como una fuente sistemática de discriminación e injusticia.

Ese es el motivo de la creciente informalización de la vida y de la economía que, unos más y otros menos, han experimentado todos nuestros países. Si la legalidad se convierte en una maquinaria para beneficiar a algunos y discriminar a otros, si sólo el poder económico o político garantizan el acceso al mercado formal, es natural que quienes no tienen ni uno ni otro trabajen al margen de las leyes y produzcan y comercien fuera de ese exclusivo club de privilegiados que es el orden legal. Las economías informales parecieron durante mucho tiempo un problema en América Latina. No lo son, sino, más bien, una solución -primitiva y salvaje, sí, pero una solución-al verdadero problema del mercantilismo, esa forma atrofiada e injusta del capitalismo derivada del sobredimensionamiento estatal. Porque esas economías informales son la primera manifestación habida en nuestros países-y es significativo que ellas sean una exclusiva creación de los marginados y los pobres-de una economía de libre competencia y de un capitalismo popular.

Este es seguramente el más arduo reto que tiene la opción liberal entre nosotros: adelgazar drásticamente el Estado, ya que ésa es la mejor y más rápida manera de tecnificarlo y de moralizarlo. Se trata de mover montañas, nada menos. No solamente de privatizar las empresas públicas, devolviéndolas a la sociedad civil de la que fueron confiscadas, de poner fin al reglamentarismo kafkiano y a los controles paralizantes y al régimen de subsidios y de concesiones monopólicas y, en una palabra, de crear genuinas economías de mercado, de reglas simples, claras y equitativas, en la que el éxito y el fracaso no dependa del burócrata sino siempre del consumidor. Se trata, sobre todo, de desestatizar unas mentalidades acostumbradas por la práctica de siglos-pues esta tradición se remonta, más allá de la colonia, hasta los imperios prehispánicos colectivistas en los que el individuo no existía o era, apenas, una sumisa función en el engranaje inalterable de la sociedad-a esperar de algo o de alguien-el emperador, el rey, el caudillo o el gobierno-la solución de sus problemas, una solución que tuvo siempre la forma de la prebenda o la dádiva. Sin esa desestatización de la cultura y la psicología latinoamericanas, el liberalismo será siempre letra muerta en nuestros países. Debemos recobrar una independencia mental que hemos venido perdiendo a causa del parasitismo y la pasividad servil que engendran el rentismo, las prácticas mercantilistas inveteradas. Sólo cuando a esta actitud la reemplace el convencimiento de que la solución de los problemas básicos del bienestar y la cultura es, ante todo, responsabilidad prop¦a, reto al esfuerzo y la creatividad de cada cual, la opción liberal habrá echado raíces profundas y comenzará a ser realidad la revolución de la libertad en América Latina.

Esta revolución significa la reforma y el perfeccionamiento de nuestro sistema democrático y el establecimiento, en vez del capitalismo mercantilista que tenemos, del capitalismo a secas, es decir, aquel que se asienta en la propiedad privada y el mercado competitivo y es eminentemente popular. Sobre esto hay que ser claros: el liberalismo es inseparable del sistema democrático-como régimen civil, de poderes independientes, libertades públicas, político, derechos humanos garantizados y elecciones-y del mercado libre como sistema para la asignación de los recursos y la creación de la riqueza.

Si en la defensa de la democracia, la opción liberal tiene una coincidencia total con corrientes y doctrinas como la social democracia, el social cristianismo y los partidos conservadores no autoritarios, sus diferencias con ellos tienen que ver, básicamente, con el mercado, en el que todas ellas justifican distintos grados de interferencia y manipulación estatal-para contrarrestar las desigualdades y desequilibrios económicos y sociales-en tanto que el liberalismo sostiene que mientras más desinhibido y menos perturbado funcione el mercado más pronto se derrotará a la pobreza y al atraso y se logrará sobre bases más firmes, la justicia social.

Este es un tema delicado, que requiere muchas precisiones para evitar malentendidos. "Justicia social" no quiere decir igualitarismo desde la perspectiva liberal. Desde una perspectiva socialista y colectivista, en cambio, muchas veces, sí. Los liberales creen que la justicia social consiste en crear una igualdad de oportunidades para todos, en garantizar un mismo punto de partida para cada ciudadano a la hora de entrar en aquello que se designa con esa terrible metáfora: la lucha por la vida. Pero no creen que la igualdad deba significar un mismo punto de llegada, igualdad de ingresos y de patrimonio. Y no lo creen porque esa forma de igualitarismo-socialista, colectivista-significa siempre- como ha venido a demostrarlo, de manera apabullante, el desplome del comunismo en Europa del Este y en la Unión Soviética-una forma más profunda de injusticia y sólo se alcanza con el sacrificio total de la libertad.

Pero una cosa es aceptar una desigualdad económica que resulte de las diferencias de esfuerzo y de individuales, del éxito o el fracaso derivados de una limpia competencia-principio insoslayable de la filosofía liberal-y otra, muy distinta, la que es consecuencia de la discriminación y el privilegio congénitos a un sistema, como es el caso de los países latinoamericanos. Entre nosotros, la igualdad de oportunidades es una meta remota y difícil de alcanzar, pues para llegar a ella hay que reformar de manera radical nuestras instituciones y nuestras costumbres. Y ello implica desde la reforma del Estado hasta una revolución en la cultura, que destierre los prejuicios raciales y sociales que tienen todavía una pugnaz supervivencia en nuestras sociedades.

¿Cuál es el camino más corto para lograr en América Latina esta "igualdad de oportunidades" que, con la defensa de la libertad, es el fundamento del liberalism? No hay una receta única, desde luego, y en esto, como en muchas otras cosas, los liberales defienden tesis distintas y a veces opuestas. Naturalmente, la educación es una de las herramientas básicas para llegar a aquella meta. Algunos liberales creen que ella debería ser totalmente privada y otros que, junto a la privada, debe seguir existiendo una enseñanza pública. Pero, en realidad, eso es lo de menos. Lo importante es que el sistema educativo sea tal que todos tengan acceso a él y que las diferencias de fortuna y posición social no determinen de manera automática que unos jóvenes reciban una formación escolar, universitaria y profesional de alto nivel y otros una deficiente. Eso es lo que ocurre ahora entre nosotros y ésa es una de nuestras peores injusticias: el niño o joven acomodado recibe siempre una educación muy superior al niño o joven de familias de modestos ingresos. Ello establece, de entrada, una desventaja casi siempre insuperable para este último a la hora de buscar trabajo o aspirar a una posición social.

Sin embargo, por sí misma, una reforma liberal del sistema educativo que garantice a todos por igual la posibilidad de una formación de alto nivel, no es suficiente para crear aquel mismo punto de partida en cada generación, en cada promoción. Y no lo es porque, en países como Perú, Bolivia o Nicaragua-para citar sólo tres casos extremos- las desigualdades y desequilibrios económicos son tan enormes entre unos y otros, y la pobreza de los pobres tan extrema, que, en la situación de marginación y postración en que la mayoría de ellos se encuentran, dificilmente podrían aprovechar de manera cabal aquella oportunidad educativa si ella existiera.

La igualdad de oportunidades sólo puede significar, para ellos, reforma económica y social. Esto lo entienden los socialistas-y a veces muchos social demócratas y social cristianos-en el sentido del despojo y la redistribución de la propiedad existente. Para la doctrina liberal esto es inaceptable, porque para ella la propiedad privada es la encarnación misma de la noción de libertad, de soberanía individual, de independencia del individuo frente al poder. Si ella no se respeta, si es atropellada, un centro neurálgico de la democracia es malherido.

Pero, precisamente, si la propiedad privada tiene esa importancia crucial para la salud democrática de un país, ninguna sociedad en la que -como ocurre en América Latina-la propiedad privada está concentrada en pocas y a veces poquísimas manos puede ser de veras democrática. La solución no está en abolir la propiedad privada, como creen los marxistas, sino, más bien, en extenderla, en propagarla, en facilitar el acceso a ella cada vez a sectores más amplios de manera que con ella más y más ciudadanos adquieran un sentido concreto y estimulante de su libertad.

Hay liberales irreductibles para los que este proceso de popularización de la propiedad privada sólo debe ser obra del mercado. Otros creemos que en países donde la desigualdad económica es tan atroz como en los nuestros, el mercado tardaría mucho tiempo, acaso siglos, en democratizar la propiedad privada poniéndola al alcance del mayor número. Y que un gobierno de corte liberal puede acelerar aquel proceso de muchas maneras. Una de ellas, por ejemplo, llevando a cabo la privatización de las empresas públicas con un criterio eminentemente social , es decir, dando todas las facilidades y preferencias, para la adquisición de acciones en aquellas empresas, a empleados, obreros y, en general, a los ciudadanos de menos imgresos. Hay muchas otras maneras como un gobierno puede alentar y acelerar la difusión de la propiedad privada, urbana y rural. La privatización del seguro social en Chile, por ejemplo -la llamada reforma previsional que impulsó José Piñera- ha sido una de ellas, y muy exitosa.

En todo caso, si hay una razón o circunstancia que justifique un esfuerzo extraordinario por parte del Estado en la vida económica es éste: la difusión popular de la propiedad privada. Porque sólo cuando ella, en forma de bienes o de acciones, se haya multiplicado hasta alcanzar a la inmensa mayoría, se habrán echado las bases de aquella "igualdad de oportunidades" que, aunque muchos lo olviden, es, al igual que la libertad, objetivo básico de la doctrina liberal.

Para una versión estereotipada -pero muy extendida- liberalismo quiere decir y mercado y nada más. En verdad, antes que eso, quiere decir libertad económica y política, propiedad privada e imperio de la ley. De esto último casi nadie se acuerda y, sin embargo, de John Stuart Mill y Adam Smith a Popper, Hayek y Raymond Aron, entre tantas ideas y posiciones que los separan, probablemente en la única en que coinciden totalmente sea ésta: que el requisito primero e inapelable para que funcione el mercado-es decir, la democracia-es la existencia de un poder judicial eficiente, independiente de todo otro poder y sobre todo probo, al que pueda recurrir el más humilde de los ciudadanos con la seguridad de que se le hará justicia si sus derechos han sido violados. La grandeza de Gran Bretaña en el siglo XIX se debió no tanto a sus capitanes de industria y a sus exploradores y soldados, como a esos jueces oscuros, tocados de pelucas ridículas, que con su proceder fueron enseñando al pueblo entero que la ley regía lo mismo para pobres y ricos, y que un tribunal podía sancionar al poderoso ni más ni menos que al modesto, y que podía también reparar las grandes y las pequeñas injusticias.

Para que la libertad económica no signifique-según la metáfora de Isaiah Berlin- que los lobos tienen derecho a comerse a los corderos, debe de haber leyes justas y, más importante todavía, jueces justos; jueces capaces de resistir las presiones del poder político y las tentaciones del poder económico y las amenazas del poder militar o policial y las del revolucionario y terrorista; jueces conscientes de que sobre ellos pesa la inmensa responsabilidad de garantizar a diario, en cada caso contencioso que cae en sus manos, esa "igualdad" de la que hablan las leyes y que, sin una justicia eficaz, es letra muerta.

Tal vez en ningún otro orden, como en este del juez y de los tribunales, está América Latina aún tan lejos de ser una sociedad democrática y liberal. Porque en nuestros países el Poder Judicial es casi siempre una caricatura. Instrumento de quienes gobiernan, que cambian, manipulan y teledirigen las sentencias a su capricho, a menudo los tribunales subastan sus fallos entronizando de este modo una forma de discriminación social tanto o más grave que las que las diferencias de fortuna establecen en la cultura, el trabajo, la educación. Y la escasa o nula capacitación de los magistrados, sumada a la lentitud pavorosa con que se desarrollan los procesos, hace que el Poder Judicial, desde la perspectiva del hombre común latinoamericana sea-en vez de aquello que deberia ser: uno de los vehículos más efectivos de la justicia social, garante de la igualdad de oportunidades para todos-uno de los más crueles instrumentos de la opresión y abuso del débil por el fuerte.

Reformas tan profundas como las que América Latina necesita en la economía, en la educación, en la justicia, simplemente no serán posibles, ni durables, si no las acompaña, o precede, una reforma de las costumbres, de las ideas, de ese complejo sistema de hábitos, conocimientos, imágenes y formas que llamamos "la cultura". La cultura en la que vivimos y actuamos, hoy, no es liberal y ni siquiera del todo democrática. Tenemos gobiernos democráticos pero nuestras instituciones y nuestros reflejos y mentalidades aún están lejos de serlo. Siguen siendo populistas u oligárquicas, o absolutistas o colectivistas o dogmáticas, mechadas de prejuicios sociales y raciales, y muy poco tolerantes para con el adversario político, amantes de las verdades absolutas, es decir, de una de las peores formas del monopolio, que es el de la verdad. Liberal y liberalismo es lo contrario de todo eso. Es tolerancia, creer en la relatividad de las verdades, estar dispuesto a rectificar el error y a someter siempre las ideas y las convicciones a la prueba de la realidad. Por eso el liberalismo es una filosofía, una doctrina, no una ideología. Porque ideología es una forma dogmática e inmutable de pensamiento -algo que tiene macho más de religión que de ciencia-y la filosofía liberal, además de pluralista, es también cambiante, un sistema flexible que va modernizándose y perfeccionándose al compás de los avances del conocimiento y la experiencia vivida.

Aunque aún está lejos de ella, América Latina es en este momento una tierra propicia para la opción liberal. Esta opción no es moderada: es radical. Pues si no se va a la raíz de los problemas, a solucionarlos allí donde ellos nacen, la solución será efimera, como lo han sido todas las que hasta ahora han pretendido sacar a América Latina del subdesarrollo. Como la propuesta liberal está contra el colectivismo y el estatismo, que han sido siempre las recetas de la izquierda a los males sociales, se la tilda de derechista. Eso tampoco tiene importancia porque las categorías "derecha" e "izquierda" se han vaciado casi totalmente del contenido que alguna vez tuvieron, sobre todo después del desplome del comunismo en la Unión Soviética y en los países que antes dominó. La historia actual ha dado una impresionante convalidación a la frase de Malraux: "Quelle étrange époque, diront de la nôtre les historians de l'avenir, oú la droite n'était pas la droite, la gaucbe n'était pas la gauche et le centre n'était pas au milieu".

Pero una cosa sí es segura: la opción liberal no es conservadora. Más bien, la de la transformamón profunda de Las sociedades latinoamericanas tal como existen. Lo ha dicho, con su habitual lucidez, Jean­François Revel: "Como el liberalismo, sea económico, político y cultural, no puede desarrollarse en Europa y América Latina sin trastornos, ya que estos continentes fueron modelados, a lo largo de los decenios y tal vez los siglos, por el estatismo, el dirigismo, el socialismo, el corporatismo, tanto en la práctica como en la ideología, los liberales no son pues allí, en mode alguno, conservadores, en el sentido literal, sino reformadores: renovadores de los hábitos establecidos y las ideas recibidas. Más bien, deberían ser llamados revolucionarios".

Sí, la alternativa liberal supone una revolución para este continente nuestro de las esperanzas siempre postergadas. Una revolución que purifique este vocablo de esas connotaciones de sangre, muerte, demagogia y dogmatismo que tiene entre nosotros y lo impregne de ideas, creación, racionalidad, libertad política, pluralismo político y legalidad.

 

Hacer un golpe ‘a la chilena’

Pensemos que debemos contar lo que pasó a alguien que no sabe nada de todo esto. No conoce el nombre de Allende, ni el de Pinochet. Puede tratarse de alguien que viva en el extranjero, que no sepa mucho de lo que pasa en los países tercermundistas.

Nuestro cuento debería iniciarse así. Ese día cuatro Hawker Hunter de la Fuerza Aérea iniciaron vuelo desde su base, en una ciudad del sur del país, hacia la capital. Debían viajar raudamente a cumplir una misión importante y de mucha reserva: bombardear el edificio en el que cumplía sus labores cotidianas cierto presidente. Fue la acción final de una serie de acciones de guerra. En la madrugada de ese día la flota se había tomado sopresivamente el principal puerto. Mientras eso sucedía columnas de uniformados habían tomado el control de las distintas ciudades del país. Todas las principales. Pero también las menores. Una acción impecable. Las tropas de asalto doblegaron en pocas horas a su enemigo. La verdad es que hacia mediodía la única resistencia objetiva se presentaba en la sede del gobierno, donde estaba atrincherado el presidente. Nada tan extraordinario, después de todo. Los militares se preparan toda una vida para reaccionar frente a los enemigos circunstanciales de la patria. Para eso tienen sus armas y su preparación. Sin embargo la misión de estos oficiales era peculiar, pues el adversario al que había que doblegar no vivía en ningún país vecino. No era un enemigo externo, sino uno interno, y se trataba nada más y nada menos que del propio mandatario de la república al cual las fuerzas armadas habían dado su aval, formando parte de sus gabinetes ministeriales. A la altura de una estación ferroviaria muy bella, donde confluían las líneas del centro y el sur, los aviadores afinaron su puntería y dispararon los cohetes. La sede gubernamental comenzó a arder en llamas, el mandatario, luego de algunas refriegas con sus sitiadores, decidió morir con las botas puestas, luego de hacer salir a las pocas personas que quedaban en el edificio, y de tener la seguridad de que no sería defendido trabajadores en cuyo nombre había emprendido tantas reformas: ya lo había dicho, solo saldría de allí en posición horizontal.

Este cuento no refiere los capítulos finales de una guerra entre países limítrofes. Se trata de un golpe de estado, reclamado por importantes sectores de la ciudadanía de un país que vivía una profunda crisis institucional. No fue un golpe cualquiera. Para sacar un presidente latinoamericano no se necesita gran cosa. Basta hacer un ruido de sable, sacar un manifiesto, sacar los corvos a un desfile, y ya. Eso de destruir a bombazos la sede del gobierno se reserva para las etapas finales de las guerras.

Lo que sucedió el 11 de septiembre de 1973 es algo fuera de serie. Algo impensado en un país que ostentaba un record democrático fenomenal. Una de las 27 democracias que funcionaba en el mundo, una de las más antiguas y estables, una las pocas que había podido funcionar en un país subdesarrollado.

También algo extraordinariamente sorprendente para el mundo, que tenemos que saber explicar en este curso. Lean este comentario realizado por el historiador Alan Angell, de la Universidad de Oxford, para que tengan la perspectiva de alguien que miró desde fuera lo que sucedió ese día (desde fuera de la realidad social chilena pero desde el interior de la posición de un refinado intelectual inglés de izquierda). En un post anterior incluí un texto escrito por el historiador norteamericano William Sater. Recomiendo leerlo al mismo tiempo que este texto:

Me encontraba en Inglaterra cuando ocurrió el golpe. Como muchos observadores, me tomó por sorpresa. Pensé que por difícil que fuera la situación en Chile, de algún modo se llegaría a un arreglo, probablemente con un referéndum y que el gobierno de la Unidad Popular se vería obligado a moderar sus políticas radicales. Pero me equivoqué, al igual que muchos chilenos que pensaron que no habría golpe o que se trataría, a lo sumo, de una intervención limitada y moderada.

Esa es una de las razones del impacto duradero del golpe. No se esperaba en un país que tenía un envidiable historia de tradición constitucionalista. Los gobiernos autoritarios en España, Grecia o Portugal, que habían sucedido a la caída de frágiles regímenes civiles, no se consideraban como desvíos fundamentales de prácticas políticas en aquellos países. Pero Chile era diferente.

Al menos, eso era lo que pensaban muchos observadores, y con razón. La reacción era que si llegaba a ocurrir un golpe de ese tipo en Chile, podía entonces suceder en cualquier otra parte. La revolución cubana se había convertido para el mundo en general en un símbolo de resistencia a la opresión imperialista. El golpe chileno se convirtió, a su vez, para el mundo en general, en un símbolo de un derrocamiento militar brutal de regímenes progresistas. Pero los símbolos no constituyen la historia fehaciente. Se obvió el aspecto represivo de la revolución cubana. Hubo golpes mucho más brutales en otras partes de América Latina que en Chile. La comprensión de la complicada política chilena desde 1970 hasta 1973 era muy superficial. Pero eso carecía de importancia. A nivel de la percepción internacional, la revolución cubana tenía una imagen gemela en el golpe chileno.

Otra de las razones para el profundo impacto del golpe fue que, en cierto modo, fue el primer golpe televisado. Las imágenes de los días posteriores al 11 de septiembre inundaron las pantallas y diarios del mundo - y cuatro de ellas en particular: los jets Hawker-Hunter bombardeando La Moneda; los soldados quemando libros en la calle; aquella fotografía de un Pinochet de rostro sombrío con anteojos oscuros, sentado frente a los restantes miembros de la junta militar de pie, y los prisioneros esperando atemorizados en el Estadio Nacional- . Incluso en los países más remotos, geográfica, social y culturalmente de Chile, aquellas imágenes demostraron de una manera directa lo que había sucedido en Chile el 11 de septiembre y después. Y a aquellas imágenes de 1973 se les unió otra: la del automóvil destrozado en el cual Orlando Letelier halló su muerte en Washington en 1976.

La comunidad internacional

Un tercer factor que contribuyó a mantener vivo el golpe en la comunidad internacional fue la actividad de la comunidad chilena en el exilio. Durante una década después del golpe, continuó la política de oposición, tanto en el exterior como en Chile. Muchos exiliados eran políticos con conexiones con esos mismos partidos en Europa, en partes de América Latina y en otras. Todos los socialistas, comunistas, democrata cristianos y radicales chilenos encontraron comunidades receptivas fuera de Chile. La comunidad exiliada tuvo éxito en buscar una condena del gobierno de Pinochet en organizaciones internacionales como las Naciones Unidas, y en convencer a los demás gobiernos de boicotear el comercio chileno y cortar lazos con su gobierno. La simpatía internacional hacia la oposición chilena era fuerte y generalizada - mucho más que aquella hacia los exiliados de otros regímenes militares del Cono Sur- . La comunidad internacional sentía que podía comprender y relacionarse con lo que estaba sucediendo en Chile, en tanto las políticas de Argentina, Brasil o Uruguay eran tan distintas de la experiencia de la mayoría de los países desarrollados, que los golpes militares en aquellos países lograban poca respuesta.

Es difícil exagerar el impacto que tuvo el golpe chileno en la conciencia política de una gran cantidad de países. En el Parlamento Europeo, el país más debatido (y condenado) por muchos años después de 1973 fue Chile. En Gran Bretaña, el embajador de Allende en dicho país, Álvaro Bunster, fue el primer extranjero en dirigirse a la Conferencia del Partido Laborista desde La Pasionaria durante la época de la Guerra Civil española. En Italia, el análisis del golpe realizado por el Partido Comunista y su líder intelectual, Enrico Berlinguer, condujo al "histórico compromiso" por medio del cual el PC italiano logró formar parte del gobierno por primera vez en muchos años. En Francia, el Partido Socialista debatió durante mucho tiempo cómo cambiar sus tácticas tras el golpe chileno. Países como Canadá, Australia y Nueva Zelandia acogieron a miles de refugiados chilenos.

Esta reacción no fue de corta duración. Lo que resultó más llamativo fue la consistente condena internacional del gobierno chileno hasta el momento del plebiscito en 1988 - momento en el cual incluso el gobierno- , de los EE.UU. se había unido a las críticas. Esto fue importante para la oposición y un revés para el gobierno- si bien las razones del cambio en la política norteamericana se debieron más a la política de Nicaragua y a la necesidad de oponerse a las dictaduras en general. La cobertura internacional del plebiscito fue intensa. Para una prensa europea que sólo demuestra un interés transitorio y somero en América Latina, fue sorprendente. Resulta innecesario decir que la derrota de Pinochet fue la causa de dicha celebración. Más adelante, la jubilosa reacción de los círculos políticos europeos frente al arresto de Pinochet en Londres en 1998 es testimonio del perdurable impacto del golpe de 1973 y del gobierno militar en la conciencia política de la comunidad internacional.

Los que apoyaban al gobierno militar considerarán, sin duda, que esto demuestra una total falta de comprensión de la situación que se había producido en Chile y señalará el otro lado de la historia. Tanto en las ciudades como en el campo se advertía un creciente conflicto social. El gobierno había perdido el control sobre sus propios seguidores. La economía estaba en ruinas y la escasez de productos y el mercado negro volvían la vida intolerable para mucha gente. Había un genuino temor de una toma del poder de los marxistas. Muchos chilenos apoyaron el golpe, no sólo los pertenecientes a las clases altas. Pero fuera de Chile sólo la administración Nixon en los EE.UU. escuchaba su versión de la historia. Sin embargo, con Nixon centrado en la distensión con la Unión Soviética y las buenas relaciones con China, el tipo de anticomunismo chileno parecía aún más anticuado, y tampoco contribuyó mucho a la causa del gobierno militar su burda propaganda, en la que se destacó particularmente el infame Plan Zeta.

Polarización

¿Tuvo algún efecto en el desarrollo interno de Chile esta respuesta internacional? Creo que sí. Contribuyó a la polarización de Chile en dos campos - y ayudó a mantener una polarización de la política chilena que continuó bastante más allá del retorno a la democracia- . La condena internacional generalizada de Chile obligó al régimen militar a una postura más dura y a la defensiva que no habría tenido de otra manera. Si el mundo no aceptaba las razones para el golpe de 1973, tanto peor para el mundo - Chile buscaría su propio camino, desarrollaría sus propias instituciones e ignoraría lo más posible al resto del mundo- . Y aquellos que se oponían al gobierno militar no sólo estaban equivocados sino que eran considerados como aliados de la conspiración internacional contra Chile y, por lo tanto, traidores a la patria. Esta actitud, alentada por Nixon y Kissinger, y por el apoyo económico de los bancos norteamericanos, atraídos por las reformas económicas del gobierno, brindó cierto alivio frente a la condena casi universal.

Por otro lado, el apoyo que la comunidad internacional le daba a la oposición en el exilio reforzó su creencia de que había triunfado en el debate moral, que no era posible ni necesario ningún compromiso con el régimen y que aunque la lucha fuera larga y dura, eventualmente sería victoriosa. El tema clave en esta confrontación fue el de los derechos humanos, y el hecho de que la iglesia católica, a través de la Vicaría de la Solidaridad (dicho sea de paso, una institución que no tiene paralelo en ningún otro régimen autoritario), apoyara la causa de los derechos humanos reforzó a la oposición en la elección de este tema para confrontar al gobierno.

El choque entre el gobierno y la oposición en el exilio se convirtió en un choque de valores morales absolutos. Y en ese tipo de debate nadie es realmente neutral - o se defiende al gobierno o se lo condena- . Esa dicotomía creó una división que seccionó a la sociedad chilena prácticamente en dos mitades. La manera en la que finalizó el régimen militar contribuyó a mantener aquella división. No tiene precedentes el que un mandatario militar, tras un período tan largo de poder casi absoluto, solicite una extensión de su mandato por ocho años más a través de un plebiscito libre y justo, pierda el plebiscito, a pesar de obtener una votación extraordinariamente alta, y luego acepte el resultado y organice elecciones para elegir a un presidente civil. Es cierto que Pinochet no deseaba el plebiscito en primer lugar, que el modo en el que fue organizado tuvo mayor relación con la resolución del Tribunal Constitucional que con las intenciones del régimen, y que la fuerte presión para aceptar el resultado provino de los demás miembros de la junta. Pero, con el tiempo, los partidarios de Pinochet no consideraron el resultado como una derrota sino como una especie de triunfo. Esta vez eran ellos los verdaderos demócratas.

El recuerdo del golpe

Lo que caracterizó a la política chilena después de 1990 hasta el arresto de Pinochet fue la ausencia de debate entre ambos lados con respecto al golpe, sus causas y consecuencias. Se suscitaron, naturalmente, debates sobre muchos tópicos - la reforma constitucional, las políticas sociales, las políticas macroeconómicas- , pero no sobre el golpe. Basta con observar cómo las Fuerzas Armadas, sus aliados políticos e incluso la Corte Suprema dejaron abruptamente de lado el informe Rettig. Ellos estaban en lo cierto y tenían justificación y el gobierno estaba equivocado. Punto final.

Chile no es el único país que tiene dificultades para aceptar su pasado. A los alemanes les llevó muchos años prepararse para examinar el fenómeno nazi en toda su brutal falta de humanidad; Japón aún se rehúsa a reconocer algunos de los graves abusos cometidos durante la II Guerra Mundial. Y en cuanto a España - agreguemos al medio millón o más de personas muertas durante la Guerra Civil el cálculo sorprendente pero aceptado de otro cuarto millón de personas asesinadas por el régimen de Franco tras la guerra- , parece increíble que no se hayan efectuado juicios, ni que se los haya exigido, o al menos creado una comisión para establecer la verdad. Ciertamente, se puede argumentar - como lo he hecho en un capítulo de un libro que está a punto de ser publicado- que el gobierno chileno (junto con el de Sudáfrica) ha hecho más por esclarecer el pasado y buscar justicia para los abusos cometidos que cualquier otro gobierno.

Lo que se ignoró en la reacción contra el golpe fue el hecho - por desagradable que haya sido- de que gozaba de un amplio apoyo, incluso entre los sectores más pobres de la población. No es poco común que un golpe militar obtenga un apoyo inicial cuando la población está cansada de las incertidumbres y disturbios de un gobierno civil débil -Argentina en 1976 fue un obvio ejemplo de ello y Perú en 1992 otro- . Sin embargo, lo que sí es inusual es que este apoyo perdure por un largo período, incluso hasta después del retorno a un régimen democrático. El régimen pinochetista fue inusitado en muchos aspectos. Las reformas económicas y sociales siguieron una agenda ideológica; el gobierno estableció una institucionalidad en la que realmente creía; aceptó el rechazo en un plebiscito y acató las reglas, e incluso negoció importantes cambios constitucionales con la oposición antes de entregar el poder.

Curiosamente, estas características intensificaron en lugar de aminorar la polarización en Chile. Ya que el gobierno militar no consistió simplemente de una élite burda y corrupta, a la que le hubiera bastado con saquear la economía, sino que creó una masa de apoyo leal que estaba unida a él por simpatías ideológicas. La manifestación más obvia de lo anterior fue la formación y crecimiento de la UDI. Esto nuevamente es sorprendente. Los únicos dos partidos nuevos, exitosos e innovadores de América Latina son la UDI y el PT de Brasil - uno creado en apoyo de un régimen militar y el otro en oposición a él- . Y lo más interesante es que ambos han obtenido el éxito moviéndose hacia el centro - en el caso del PT, alejándose de su pasado sectario y extremista, y en el caso de la UDI, distanciándose del régimen pinochetista.

Este ha sido entonces el legado del golpe: creó dos mundos opuestos, para uno de los cuales el golpe fue el símbolo de la salvación de Chile, y para el otro, la tragedia de Chile. El "Sí" y el "No" en el plebiscito de 1988 fue mucho más que una simple respuesta a la opción de que Pinochet continuara siendo presidente por otros ocho años. Simbolizaban el apoyo para uno de dos puntos de vista contrarios de la historia. De cierto modo, planteaba la pregunta de si el golpe de 1973 se justificaba o no. Aunque la derecha y la izquierda han convergido en muchos aspectos - respecto de la política económica, por ejemplo- persiste la dicotomía en lo que se refiere al golpe.

¿Pero cuánto más durará esto? ¿Tiene realmente importancia hoy en día el recuerdo del golpe? En algunos aspectos ya es obviamente de menor importancia a medida que se van desvaneciendo los recuerdos, a medida que la política se ha vuelto una cuestión más rutinaria y menos un asunto confrontacional, a medida que las políticas económicas han obtenido un notable récord de éxito (aunque es cierto que con importantes problemas), a medida que el tema de las relaciones cívico-militares ha alcanzado un camino más armonioso. Sin embargo, en tanto continúen los problemas de los derechos humanos, en tanto prosigan los juicios a los militares, en tanto se acumule un mayor número de evidencias, el recuerdo del golpe se mantiene vivo en el Chile contemporáneo. Y -- si se le permite decir esto a un observador extranjero- es para crédito de Chile el que exista un intento real de enfrentarse al pasado, de llegar - finalmente- a un diálogo entre los dos campos, de asegurar la justicia, de tratar de comprender lo que sucedió y por qué ocurrió. Olvidar el pasado es una alternativa y muchos países han optado por ello. Enfrentarse al pasado y tratar de encontrar la comprensión, la justicia y la reconciliación es infinitamente más doloroso pero de vital importancia para establecer un orden justo y democrático.

 

Militares en política: una antigua tradición

La visión del historiador norteamericano William Sater, cuando se cumplieron 30 años del golpe militar. El análisis de Sater mira estos hechos en el contexto más amplio de la larga historia del Chile republicano. Este texto fue publicado en El Mercurio, en 31 de Agosto de 2003:


Para quienes vivimos en Chile durante los años 1970 a 1973, el golpe que derrocó al Presidente Allende no fue algo inesperado. Empleando a menudo métodos ilegales para alcanzar sus metas como la utilización de un decreto, promulgado por la república socialista dictatorial de 1933, y paros fomentados por el gobierno con el pretexto de apoderarse de las empresas, el bien intencionado Allende violó el espíritu de la Constitución de 1925 que le otorgara el poder. Peor aún, los socios más revolucionarios de la coalición de Allende, liderados por militantes como Carlos Altamirano, complicaron las cosas haciendo tomas en proyectos de viviendas sin terminar o propiedades urbanas desocupadas en las que erigieron "campamentos". Bandas de campesinos al mando de miristas ocuparon incluso aquellos fundos que la reforma agraria había eximido de ser expropiados. Las quejas de sus legítimos dueños carecían de importancia: el Ministro del Interior de Allende les había prohibido a los carabineros expulsar a los intrusos de las fábricas, campos o propiedades.

Eventualmente, la política económica de Allende que consistía en aumentar los salarios, limitando a la vez los precios, junto con un paulatino deterioro en la producción agrícola e industrial, desató una inflación que luego dio paso al mercado negro. En un intento por mantener la ilusión de prosperidad, Allende despilfarró las reservas de moneda extranjera para comprar bienes de consumo y alimentos. Al mismo tiempo, imprimió mayor circulante, acelerando con ello el ciclo inflacionario que finalmente alcanzó un mil por ciento. A medida que la economía se estancaba, tanto el clima político como la retórica se volvieron tóxicos. En las caricaturas del periódico "Puro Chile" y en la televisión nacional hizo su aparición un lenguaje vulgar y violento: un diario llamó a los jueces de la Corte Suprema "viejos de mierda"; las amenazas en los discursos políticos se convirtieron en el pan de cada día. Un intenso partidismo dividió a las familias y terminó con amistades que habían durado décadas; violentas consignas políticas reemplazaron a la conversación y la gente luchaba en las calles y en los patios de colegios.

Al no obtener una mayoría de dos tercios en las elecciones parlamentarias de 1973, la oposición se vio obligada a aceptar el resultado, cuya validez fue cuestionada por algunos, y a tolerar tres años más de caos, o a rebelarse. Ciertamente, muchos, incluyendo varios democratacristianos, creyeron tener razones válidas para derrocar al gobierno: el terrorismo se había multiplicado; la violencia política se había disparado; el edecán naval de Allende, Arturo Araya, fue asesinado, en tanto extremistas de izquierda ultimaron al teniente naval, Héctor Lacrampette. Los militares debieron enfrentarse a una resistencia armada, que adquiría cada día mayor poder, cuando, al tratar de hacer cumplir una nueva ley de control de armas, intentaron desarmar los cordones industriales, donde los militantes ocultaban armas.

Las fuerzas armadas se fueron convirtiendo paulatinamente en objeto de sorna. La clase media, de la cual provenía la mayor parte de los oficiales, se volvió contra sus hijos y hermanos por apoyar a un régimen que ellos consideraban como un régimen de bandidos. Ominosamente, empezó a verse la palabra "Jakarta" en las calles de Santiago, un obvio llamado para que los militares imitaran el golpe anticomunista del ejército indonesio en 1965. Al mismo tiempo, la extrema izquierda intentó sobornar a los reclutas de las fuerzas armadas, incitándolos a desobedecer a sus oficiales. El intento fallido de los miristas de fomentar un amotinamiento en la Marina, que fue públicamente apoyado por Altamirano, como asimismo la demanda de la creación de un "poder popular y paralelo", galvanizó a los militares: el 11 de septiembre, temiendo que una guerra de clases se apoderara del país, las fuerzas armadas se rebelaron. Allende, que deseaba fervientemente conseguir la justicia social para los sectores menos privilegiados, pereció, como también lo hicieron cincuenta años de democracia.

Un proceso que continúa

En lugar de describir al golpe de 1973 como algo totalmente ajeno a la historia chilena, tal vez debamos considerarlo como parte de un proceso dialéctico que aún continúa. Desde su independencia, Chile había probado diversos experimentos políticos: jugueteó con el federalismo antes de que los vencedores de la guerra civil de los años 1830 impusieran la Constitución fuertemente centralista de 1833. Eventualmente, las élites políticas se cansaron de vivir bajo un todopoderoso presidente, que era considerado por algunos como una versión más moderna de un Capitán General. Ansiosas por participar en la toma de decisiones, sobre todo cuando se trataba de otorgar favores políticos, las élites chilenas apoyaron a su propia "fronda aristocrática". Y, gracias a la posterior revolución de 1891, el sitial del poder cambió de manos del presidente a las de la legislatura. Desgraciadamente, el fraude generalizado en las elecciones, la incapacidad de redistribuir los distritos y el sistema D'Hondt de representación proporcional se aliaron progresivamente para socavar la habilidad del sistema político, precisamente cuando era más necesario enfrentarse a problemas muy urgentes que se agruparon bajo el nombre de "la cuestión social". Descontentos porque una minoría política estaba coartando las tan necesarias reformas sociales y económicas, un grupo de oficiales se rebeló en 1923 y nuevamente en 1924. Estos golpes de Estado pusieron fin al régimen parlamentario y a la bastarda Constitución de 1833, siendo reemplazados por la Constitución de 1925, una presidencia fuerte y un Estado con el poder suficiente como para involucrarse en el desarrollo económico del país. Sin embargo, gracias a Carlos Ibáñez, la Constitución continuó siendo letra muerta: en lugar de ello, "la mula", como lo apodaron sus compañeros de la Escuela Militar, se empeñó en perseguir a la izquierda, neutralizar a los políticos y convertir a la legislatura en una estéril sociedad de debates. Transcurrieron siete años hasta que Arturo Alessandri comenzó de hecho a gobernar en algunas ocasiones en conformidad con la nueva Constitución.

Los chilenos probaron diversas panaceas políticas durante las siguientes décadas: desde 1938 hasta 1952 gobernaron los mediocres miembros del Partido Radical. Legítimamente descontenta con los representantes de dicho partido, la nación se volvió hacia la derecha, apoyando a dos hombres supuestamente apolíticos, Ibáñez y Jorge Alessandri. Cuando ellos a su vez fracasaron, en 1964, los chilenos se inclinaron por una democracia cristiana remodelada. Aunque Frei intentó honestamente solucionar las necesidades económicas del país- fue él, y no Allende, quien introdujo la reforma agraria y comenzó a nacionalizar las minas de cobre- , no pudo llevar a cabo su propia agenda. Si Tomic no hubiera participado en la carrera presidencial de 1970, los chilenos habrían repetido su patrón histórico de avanzar dos pasos para retroceder uno: virando a la derecha, habrían reelecto a Alessandri.

Después de un estrecho triunfo, Allende se lanzó de inmediato a realizar una retahíla de cambios radicales que desorganizaron al país. Eventualmente, los chilenos sufrieron tanto con la falta de orden y la amenaza a la estabilidad que, al igual que sus antepasados en los años 1920, apoyaron el golpe militar. En resumidas cuentas, al consentir la rebelión de 1973, los chilenos volvían a repetir lo que habían hecho en 1924 y 1891.

Sin embargo, algunos consideraban que la decisión de los militares chilenos de mantenerse en el poder era inusual. No lo era: oficiales del ejército lideraron a Chile durante las tres primeras décadas de la independencia. También hubo oficiales en el cuerpo legislativo y otros que ocuparon importantes cargos en la administración civil. No contentos con ello, algunos buscaron cargos más altos. Aunque Manuel Baquedano no logró llegar a la presidencia en 1882, el almirante Montt gobernó a Chile tras la guerra civil de 1891, e Ibáñez hizo lo mismo tras las revoluciones de 1923 y 1924. En resumen, los militares tenían un largo historial de participación en el gobierno, incluso antes de que Allende los hubiera invitado a formar parte de su gabinete. Pero la cercanía con los políticos civiles no logró despertar las simpatías de las fuerzas armadas: al igual que en los años 20, muchos militares no sólo detestaron a la izquierda, sino también al sistema político liberal que había permitido que un Allende subiera al poder. Como Ibáñez en 1927, ellos no repetirían lo que consideraban como su error del pasado: salvar al gobierno para luego volver pasivamente a sus cuarteles; ellos también se quedarían.

Post-1973

El régimen militar no comenzó de un modo auspicioso. Creyendo sin duda que el gobierno de Allende y sus seguidores representaban una amenaza real, tanto para ellas como para la nación, las fuerzas armadas arrestaron, encarcelaron y, en algunos casos, dieron muerte a sus opositores. No podemos presentar esta represión bajo colores halagüeños: murieron alrededor de 3.000 personas, principalmente durante los primeros meses tras el golpe de 1973. La junta además abolió los partidos de izquierda y obligó a otros a suspender sus actividades. Para un país en el que la política rivaliza con el fútbol como pasatiempo, los años post-1973 fueron una especie de desierto. (Fue similar el período entre 1927 y 1931). Aunque el ritmo de las represalias disminuyó de manera drástica periódicamente desaparecían disidentes o, si se los encontraba, se descubría que habían sido asesinados; otros chilenos optaron por huir. Como lo pudieron comprobar dolorosamente Orlando Letelier, el general Carlos Prats y la familia Leighton, el exilio no confería inmunidad ante un ataque.

Al cumplirse el trigésimo aniversario del golpe, esta represión no sólo nos parece brutal, sino que, en cierto sentido, muy poco chilena. A pesar de ello, la nación ha presenciado otros actos de brutalidad como los de Santa María de Iquique. Y ni Ibáñez ni González Videla dudaron en usar la fuerza cuando se enfrentaron a lo que ellos percibían como amenazas a la seguridad pública, si bien ninguno de ellos lo hizo en tan gran escala y durante un período tan largo. Pero la combinación de la violencia callejera y terrorismo previos al golpe, junto con diversos crímenes políticos, convencieron a muchos chilenos de que debían tomarse en serio las amenazas de la izquierda. Convencidos de que estaban librando una guerra sin cuartel contra un enemigo implacable, quienes apoyaban a la junta respondieron del mismo modo. Sólo esta explicación puede racionalizar por qué hombres habitualmente decentes pudieron comportarse posteriormente de una manera tan despiadada.

Afortunadamente, el país se tranquilizó. Casualmente, no muy distinto a lo que sucedió en Chile a fines de los años 20 y comienzos de los 30, transcurrirían siete años antes de que se restaurara el gobierno constitucional: en 1980, los chilenos aprobaron una nueva Constitución que se convirtió en ley ese mismo año. Este documento compartía algunas de las características de su predecesor inmediato: continuaba basándose en un sistema de controles y contrapesos, manteniendo el sistema Presidencial. Pero esperando claramente limitar la autoridad del Presidente, este nuevo documento le concedió un poder desproporcionado a la legislatura. El Senado, por ejemplo, contaba con miembros designados que podían, si así lo deseaban, vetar las reformas. Habiéndose asegurado un cierto nivel de auspicio económico, los militares se convirtieron en los "garantes del orden institucional de la república", esencialmente, una cuarta rama de gobierno que podía intervenir en el proceso político si lo consideraba necesario.

La Constitución de 1980 creó otro freno interno para el poder presidencial: el Consejo de Seguridad Nacional, compuesto principalmente por funcionarios no electos, que tiene aparentemente el derecho a rechazar las decisiones del Presidente si comprometen a la seguridad nacional. La nueva Constitución limitó además el poder del ejecutivo, obligando al gobierno central a transferir ciertas funciones a políticos municipales electos por el pueblo; asimismo redujo el poder del Presidente para designar a miembros de la administración. En otras palabras, las élites políticas intentaron asimilar la experiencia de los años de la Unidad Popular, creando así una nueva Constitución que, manteniendo el tradicional sistema presidencial, contara con dispositivos de seguridad para que otras ramas del gobierno impidieran que un futuro líder se convirtiera en un nuevo Allende.

Así como la nueva Constitución efectuaba cambios políticos radicales, también alteraba las políticas económicas consagradas en la Constitución de 1925 y posteriormente reforzadas por instituciones como la CORFO. A partir de entonces, Chile se convirtió en el ejemplo del neoliberalismo.

Curiosamente, el golpe y el nuevo gobierno militar que produjo envenenaron las relaciones diplomáticas de Chile con otros países. Estados Unidos y Gran Bretaña limitaron sus contactos con La Moneda; México, que convirtió al reconocimiento diplomático en la piedra angular de su política exterior, cerró su embajada en Santiago. Cuando se la compara con los excesos de la "guerra sucia" de Argentina, en la que murieron unas 30.000 personas, o el contraterrorismo de la guerra de Perú contra Sendero Luminoso, que asesinó entre 40 a 60.000 personas, la hostilidad mundial contra la represión del gobierno de Pinochet parece desproporcionada. Pero, para decirlo de un modo sencillo, Allende se había convertido en una figura mediática y su muerte heroica lo transformó en un mártir, no sólo a los ojos del bloque socialista, sino también a los de los intelectuales de Occidente.

El golpe de 1973 y la consiguiente Constitución de 1980 dejaron otros legados: obligaron a Chile a convertirse en una democracia bipartidista "de facto", alteraron la composición del espectro político y cambiaron el tenor del diálogo político. Si el país hubiera conservado el viejo sistema de representación proporcional, Chile bien podría haber caído nuevamente en el pantano de partidos políticos fragmentados y de alianzas temporales. En lugar de ello han aparecido dos coaliciones y tal vez gracias a ellas, los partidos chilenos podrán evitar caer en las trampas de un partidismo excesivo.

Una fase más

Así como la Guerra Civil y el subsiguiente régimen de Franco se convirtieron en un recuerdo obsesivo para España, el golpe de 1973 continúa afectando la vida de los chilenos. Habiendo experimentado dos extremos, la revolución institucionalizada y la represión institucionalizada, los regímenes que siguieron al golpe se han movido de una manera más cauta, pero inexorable, hacia una sociedad más abierta y también más humana. En cierto sentido, Chile está lentamente volviendo a un antiguo modelo de conducta: así como el cambio en la actitud pública moderó el sistema político establecido por la Constitución de 1833, el paso del tiempo, el deseo de reformas y un sentimiento de mayor confianza en la sabiduría de los chilenos modificará y le dará nueva forma a la Constitución de 1980. Durante este proceso, el país injertará las reformas radicales de Pinochet a las actuales instituciones chilenas y luego empleará la fusión de estos dos elementos dispares como base para conducir a la nación. Dentro de este contexto, tal vez podamos ver al golpe de 1973 como sólo una fase dentro del viaje evolutivo de Chile hacia la democracia y hacia una sociedad más humana.